30.4.17

Carta de Évora

Con frecuencia, renuncio a ir a sitios donde me invitan. El trabajo es lo primero, ya se sabe, más si la falta recae sobre las espaldas de los compañeros, aunque no se quejen. Me hubiera gustado ir, por ejemplo, a la comida del Palacio Real con motivo de la entrega del Premio Cervantes a Eduardo Mendoza, pero tuve que declinar la amable invitación del rey. O asistir a la entrega de los premios Loewe, otro estupenda fiesta (en el Palace) que un año más me perdí. Habrá que esperar a la jubilación. Ya queda menos. A Évora, una proposición menos frívola, me propuse acudir, con permiso de la autoridad competente, desde el principio. Recordé una ocasión fallida, hace mucho, pues allí tuvo lugar una reunión de Hablar/Falar de Poesía. Ángel Campos, tan tragaldabas como yo, insistió no poco: se iba a comer en un restaurante estupendo. Ni por esas. No, no había entrado nunca en la ciudad alentejana, y eso que queda al paso camino de Lisboa. Ya desde lejos impresiona. Le gustan a uno las ciudades así, de tamaño humano. Más si se trata de una ciudad de la cultura llena de monumentos extraordinarios, con un patrimonio (de la Humanidad) semejante, pongamos por caso, al de Salamanca. Su Universidad, la segunda en antigüedad de Portugal tras la de Coimbra, fue fundada por los Jesuitas como Colégio do Espírito Santo en 1559. Se cerró en 1759 por orden del Marqués de Pombal, cuando la expulsión de la Compañía de Jesús, y se reabrió en 1973. Está casi como entonces. Las filologías, entre otros grados, siguen ocupando el recinto original, muy bien conservado, ya digo. (Aquí no tuvieron la brillante idea, como en Cáceres, de construir feos edificios a las afueras y llevarse a un campus horribilis facultades y estudiantes.) Se conservan, por ejemplo, los magníficos azulejos barrocos que la decoran, justamente famosos (la Universidad editó una espléndida monografía sobre esa obra de arte firmada por José Filipe Mendeiros). Rodean el claustro y embellecen, entre otras dependencias, las viejas aulas, aún en uso, con su púlpito y todo. Tuve la suerte de visitar sus piezas fundamentales, un precioso laberinto de corredores, escaleras, claustros y patios que no deja de dar sorpresas. Lo hice con mi anfitrión, el poeta, crítico y traductor Antonio Sáez, que ostenta los premios Giovanni Pontiero y Eduardo Lourenço y que trabaja allí desde hace años. La biblioteca es impresionante. O el Salón de Actos. O el escondido aljibe.
Me extrañó comprobar que algunos estudiantes siguen usando la capa, bonita costumbre que uno, poco viajado, creía circunscrita a Coimbra. La lectura de poemas, que a eso fui, estaba prevista para las tres de la tarde, hora portuguesa, por eso, como es habitual en aquel país, comimos a la una. En un restaurante situado en el recinto universitario, de donde no salí entre el mediodía y la media tarde. Y donde con gusto me hubiera quedado. 
Ya que mi lectura formaba parte de las cervantinas II Jornadas de Cultura Española, nos sentamos a la mesa con Susana Gil Llinas, profesora también del Departamento de Lingüística e Literaturas de la Escola de Ciências Sociais y compañera de Antonio, el Consejero de Educación de la Embajada de España en Portugal, Ángel María Sainz, la asesora Joana Lloret, Mateo Berrueta (becario en la Consejería, un logroñés que ha vivido en San Petersburgo), David Montes (lector cordobés), quien me sucedería en el uso de la palabra, el inclasificable, por polifacético, Javier Rioyo, actual director del Instituto Cervantes de Lisboa, así como su jefe de estudios, Sonia Izquierdo Merinero. Comimos una crema de zanahoria, bacalao (qué si no) y algunos postres deliciosos. Apenas si probé el vino (uno estaba de servicio), elaborado en la propia universidad y que se vende en la tienda de regalos. Tras el café y la sobremesa, llegó la hora de la poesía. Tomó la palabra un momento Antonio Sáez y se la cedió a Andrés y Raquel, los alumnos que me presentaron. Y muy bien, por cierto. Después, advertido de que era normal que el público entrara y saliera a conveniencia, empecé, por el capítulo de agradecimientos, la lectura. Una "conversación en la penumbra", que diría Eliseo Diego, al que siempre me encomiendo en estos trances. Mencioné mi doble vergüenza: de no saber portugués y de no conocer Portugal como es debido. Lo segundo aún tiene solución. Dije, y no por adular, que de ese país me gusta todo: paisaje y paisanaje, gastronomía y música (bajé escuchando a Carminho para ambientarme) y, más que nada, su poesía, a la que me entregué desde muy pronto gracias a mi amistad con el citado Ángel Campos, que tanto hizo por divulgarla. Lo mismo que otros extremeños, como José Luis García Martín, Luis María Marina y quien estaba sentado a mi lado, estudioso, además, de las relaciones entre las líricas peninsulares. Al fin y al cabo, comenté, por carácter (que en un presunto poeta acaso lo es todo), la saudade me resultaba demasiado cercana; que, por melancólico, me tengo por portugués. 
Mencioné a mis poetas lusos de cabecera, leí mis poemas portugueses (dedicados a mundos como los de Torga y Andrade) y luego entré en los de mi nueva entrega, El cuarto del siroco, pues los demás ya están en mis libros publicados y en las antologías, al acceso de cualquiera. Los asistentes no se movieron de sus sillas, contra lo previsto, y uno transpiró como suele mientras leía (a pesar de estar quieto y sentado) y, a qué negarlo, me emocioné a ratos. Con el poema dedicado a Lisboa, al aludir a Angelito, o al final, al leer los versos dedicados a la muerte de mi padre que se proyectaron en la exquisita versión portuguesa de Ruy Ventura. A la vez, en estas lecturas hay que hablar más que leer, me referí a mi propia poética, un decir, y a algunas anécdotas que se esconden detrás de lo escrito.
Siguió la amena charla de Rioyo, consumado conversador y, por alcalaíno, paisano de Cervantes, sobre su película en torno a las películas sobre El Quijote, de la que vimos una parte.
Después, en una sala situada en uno de los claustros, estudiantes, profesores e invitados celebramos con una suculenta y animada merienda el final de las Jornadas. Con la prisa habitual, salí con Antonio camino del coche para volver a recorrer el precioso trayecto que separa Plasencia de Évora y viceversa. A tres horas de otro mundo.


29.4.17

Müller dixit

Cordon Press
"La belleza protege. Es lo contrario de la tortura, de la humillación. La belleza se preocupa por mí personalmente. Solo hay que buscarla y entonces todo tiene sentido. Y está en todo, no solo en el idioma. También en la ropa, en un edificio, en una planta…"
"Hay muchas cosas feas en los países democráticos. Ya nadie se preocupa de hacer objetos bellos [Señala el pomo de la puerta de la sala donde estamos, profusamente decorado]. Fíjese qué bonito. Hoy nadie lo haría así. ¿Por qué? Y la ropa. Piense en esos horribles pantalones rotos. En el mundo existe la pobreza, y los diseñadores de moda se dedican a estilizarla. Es perverso. O los tatuajes. O esos edificios horrorosos de la Potsdamer Platz. Y las guerras… Hay mucha fealdad en este mundo". 
Herta Müller, en conversación con Luis Doncel. En El País S-Moda.

28.4.17

Larkin: una poética de la modestia

La obra del poeta inglés Philip Larkin (Coventry, 1922 - Hull, 1985), ha tenido una gradual pero completa recepción en España. En 1990 apareció en Lumen su libro Ventanas altas, en traducción de Marcelo Cohen; en 1991 Pre-Textos editó Un engaño menor, en versión de Álvaro García; en 1998 le tocó el turno a su ópera prima, El barco del norte, traducido para Acuarela Libros por Jesús Llorente Sanjuán; y en 2007, Damià Alou, también en Lumen, dio a la luz su traducción de Las bodas de Pentecostés. Ya en 2014, la editorial barcelonesa lanzaba la Poesía reunida y de la edición se ocupó de nuevo Alou, que es el responsable de la Antología poética que publica ahora Cátedra en su canónica colección Letras Universales.
A esta bibliografía sólo cabe añadir otro florilegio, Poemas sueltos (1964-1984), obra de Valentín Carcelén, que apareció en la Diputación de Albacete allá por 1995.
Aunque a los (pocos) lectores de poesía no les pasó desapercibida la poesía de Larkin (que ha contado, cabe añadir, con traductores de fuste), la aparición de la Poesía reunida propició un feliz e inesperado succès d'estime.
Alou, en su espléndido prólogo –un genuino, informado y completísimo ensayo sobre la poesía del inglés– explica que una de las razones que le llevaron a abordar esta recopilación, más allá de aportar “un volumen donde se compendie lo más esencial de Larkin”, era la de incorporar veinte poemas inéditos. Ha utilizado para ello dos ediciones: The Complete Poems, de Burnett, y Collected Poems, de Thwaite, las dos de Faber and Faber.
Tras un esbozo biográfico, Alou divide su brillante y didáctica introducción (un sesgo muy oportuno si tenemos en cuenta la colección en la que sale) en distintos capítulos, “once apartados temáticos”, tantos como los que usa para agrupar los poemas seleccionados. A saber: “Poética”, “La creación del personaje poético”, “Epifanías”, “El viaje”, “Sabiduría popular”, “Retratos”, “Amor y sexo”, “La soledad”, “la vejez y la muerte”, “Una rebeldía y su retracción” y “Vida animal”.
Cuatro libros componen en rigor la obra poética completa de Larkin. Sus títulos, según Alou: El barco del norte (1945), Engaños (1955), Las bodas de Pentecostés (1964) y Ventanales (1974). Los dos últimos se publicaron en Faber and Faber, la que sería ya para siempre su editorial, en cuyo catálogo figuran las compilaciones reunidas y completas de sus versos citadas con anterioridad. A estos habrá que sumar XX Poems (1951).
Si bien cada lector puede optar por el método de lectura que más le convenga, uno ha elegido el de ir del capítulo del prólogo al de los versos incluidos en el mismo apartado, en la segunda parte de la antología. Para que se hagan una idea, el análisis va de la página 9 a la 107 y los poemas, de la 119 a la 222. Téngase en cuenta, además, que la muestra no es bilingüe.
Hijo de un fascista pronazi aficionado a la literatura y de una mujer, suponemos, anodina, con una hermana diez años mayor, Larkin, un niño tartamudo y con voz de pito, no mostró nunca sentimientos a favor de la familia, del matrimonio y, menos aún, de los hijos, que nunca quiso tener. De su infancia, como de todo lo concerniente a su vida –su poesía es autobiográfica–, da cuenta en sus poemas. En “Recuerdo, recuerdo”, pongo por caso, o en “Sean estos los versos”. Mantuvo, eso sí, numerosas relaciones sentimentales, pero el ejemplo de sus padres y de su complicada convivencia le disuadieron para siempre, ya digo, de cualquier tipo de contrato o responsabilidad ajena a su particular egoísmo.
Apegado a su país natal (“Odio estar en el extranjero”), hoy sería un firme candidato del Brexit. Hombre tímido y retraído, se formó en la Universidad de Oxford (donde entabló una firme amistad con Kinsgley Amis) y ejerció de bibliotecario en la de Hull, tras pasar por Wellington y Belfast. Fue un gran bebedor.
Se le relaciona con el grupo de escritores conocido como The Movement. Amante del jazz (al que dedicó un libro compuesto por piezas sobre ese género musical: All Whatt Jazz), su ópera prima fue una novela: Jill (que como el resto de su prosa está publicada en castellano). El punto de inflexión que marca definitivamente su interés por la poesía, elegida como manera de expresarse a sí mismo y como método de conocimiento, coincide con el hallazgo de la de Thomas Hardy, un novelista que, cosa rara, devino poeta al final de su vida. Elegirlo como maestro da al lector, al menos a quien conozca sus poemas, pistas seguras sobre el tipo de poesía que Larkin escribió y sobre cuál fue su poética. La de la modestia, como la define certeramente Alou.
Nace contra la de otros contemporáneos suyos: Eliot, Auden, Pound y Hughes. Si al primero, a pesar de todo, lo admiraba, al último le odiaba. Su aversión era contra la modernidad, el Modernism anglosajón. “Prefería centrar su poesía –sostiene Alou– en los hechos observables, en una suerte de fenomenología comentada”. Le interesaba “la verdad” y, por eso, hay una gran coherencia entre su vida y su obra.
Si seguimos al editor, estamos ante una poesía “realista” en la que “caben todos los tonos del gris”. Que no prescinde de la Belleza, que reside “en la verdad de la experiencia relatada”.
Larkin aspiró a ser un poeta “comprendido y compartido”. Para el hombre corriente, que él mismo fue. Y lo consiguió: de Ventanales vendió, al salir, 20.000 ejemplares. Fue un poeta “visible” en la sociedad de su tiempo. Andrew Motion, su biógrafo (es una pena que no contemos con una traducción de Philip Larkin, A Writer’s Life), explicó que tenía el deseo de “crear un nuevo lenguaje para sí mismo”. Bayley, por su parte, habla de “poemas-relato”: “que el poema mismo relate el proceso mediante el cual el autor llega a esa verdad”. Betjeman se centra en la emoción: “la poesía es algo emocional, más que intelectual o moral”. De “emoción vivida”. “Metro y rima intensifican esa emoción”. Larkin nunca las perdió de vista y su traductor tampoco.
En el tono, “franco y natural”, se resalta una “oralidad deliberada”. La suya es una “poesía de lo cotidiano”, según Pujals, que se relaciona “con las vivencias diarias”.
Alou destaca los siguientes rasgos estilísticos: “la cautivadora precisión con la que capta la sensación física de la vida en Inglaterra”; la “curiosa mezcla de fluida oralidad y estructura muy marcada”, su “inmensa habilidad métrica” y “su desenvoltura idiomática tan espontánea y personal”; cierto simbolismo, un “intento de expresar lo inconcreto” siempre en el “aquí” (una palabra clave de su poesía, repetida muchas veces para situar la acción); la teatralización: voces, diálogos, frases hechas y anónimas frente a citas cultas, tal vez porque, como dijo Batjin, todo escritor es un “dramaturgo” y el poema, una suerte de “representación”; ya que no cree en la tradición, cada uno expresa “su propio universo exclusivo y recién creado”; la trascendencia; y el humor, el ácido ante todo, aunque Larkin se consideraba divertido.
Si seguimos el recorrido temático de la antología, que, ya dijimos, se corresponde con los poemas seleccionados en cada parte, está en primer lugar “Poética”. Consta de tres poemas. Uno, “Modestias”. Se aprecia, lección aprendida de Hardy, “una poética del detalle”. De palabras sencillas para “aclarar el mundo”.
En la segunda, donde encontramos poemas esenciales como el citado “Recuerdo, recuerdo…” o “Dockery e hijo”, se halla la “búsqueda de una identidad”, de una voz propia. No en vano, como dijo Booth, su obra –y antes nosotros– es “fundamentalmente autobiográfica”. Y una constante: “la muerte infatigable”. En “Albada”, un poema sobre ese vital asunto, leemos: “La vida primero es tedio, luego miedo”.
En la tercera, la “epifanía”. El poema como “instantánea”. Como exacto momento de gozo. Tal en “Ventanales”: “Y más allá, el aire de un azul intenso, que muestra / nada, y está en ninguna parte, y es infinito”.
La cuarta alude al viaje, a cómo Larkin “transmuta (…) el pensamiento en experiencia, en realidad viva”. Y ahí, “Las bodas de Pentecostés”.
La quinta evoca a la inteligencia, más que al sentido común, a la sencillez de pensamientos que perduran. “Simplicidad”, dice Alou. En “Días”, por ejemplo.
“Retratos”, la sexta, habla del otoño (“Madre, verano, yo”), su estación preferida, lo que no deja de ser una poética. Y de “Mr. Bleaney”, un “hombre gris” y de buen conformar. “Somos tal como vivimos”. Y el “eremita de Hull” era “amigos de sus lectores”, comenta Motion.
“Amor y sexo” reúne nueve poemas y es la parte más extensa de la muestra. El del amor y el sexo es un tema prioritario en su obra.”Lo que sobrevivirá a nosotros es el amor”, escribió en “Engaños”. Se aprecian sus intensos monólogos. ¿Los de un misógino? Larkin vivió en la época de los Beatles, en medio de aquella revolución sexual que cambió en mundo. Tuvo amantes, no esposa o esposas. Y siempre recomendó, insistimos, no tener hijos. No es extraño que la octava sección se titule “La soledad”.
A “la vejez y la muerte” se dedica la novena. Se enfrenta a ésta “sin paliativos”. Nada ve de positivo en una u otra. Ya desde la veintena se veía en decadencia. En “Peonzas” nos recuerda que “nacer ya es morir”. Brownjohn se refirió a “la compasiva precisión con que se observan las cosas sin esperanza”. “Ya lo averiguaremos”, dijo Larkin.
El sapo de la cubierta, escultura caricaturesca que se expuso en un festival que le dedicaron en Kingston upon Hull en 2010, tiene que ver con los poemas “Sapo” y “Regreso del sapo”, recogidos en la décima parte, “rebeldía y retracción”; no tanto una metáfora como una “analogía extendida” (Lodge). El sapo del trabajo, por ejemplo. Buena muestra de su humor negro.
En la undécima, por fin, siete poemas sobre animales. “Larkin ve en el mundo animal un microcosmos de la vida de los hombres”. “Aprender es sufrir”.
A pesar de que Larkin no creía en la traducción y en la literatura universal, me temo que sus poemas han trascendido el límite de sus amadas Islas Británicas. A estas alturas, ni siquiera Bloom pondría en reserva su paso a la historia literaria. Para él la poesía era “como intentar recordar una melodía que has olvidado”. No se me ocurre un manera mejor de introducirse en ella y conocerla que mediante el uso y disfrute de esta modélica antología. Para los que vuelven a Larkin, bien está recordar su importancia en la vida corriente de cualquiera al que le guste leer.

Nota: Esta reseña ha sido publicada en el número 802, abril de 2017 (pág. 107-109), de la revista Cuadernos Hispanoamericanos.

27.4.17

Carta: El Cuaderno

Como habíamos anunciado, El Cuaderno inicia una nueva etapa plenamente digital, reinventándose una vez más tras 79 números publicados en papel hasta el pasado mes de diciembre. Damos así un paso adelante para garantizar su continuidad y potenciar su alcance y difusión más allá de las limitaciones del formato anterior. Si bien una edición digital no permite la calidez y el atractivo gráfico de una publicación impresa, a cambio supone una herramienta ilimitada e inmediata de transmisión de contenidos de manera global, además de su implementación y de una cobertura más eficaz de la actualidad cultural. El Cuaderno dará así cobertura a un mayor abanico de propuestas culturales (literatura, pensamiento, historia, crónicas, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic…), tanto del ámbito hispánico como de otras culturas, sin renuncia al rigor y la profundidad.
Esperamos ser merecedores de tu atención y seguimiento y te agradecemos la difusión de este proyecto.

Álvaro Díaz Huici
Editor

26.4.17

Canetti dixit

Mi esencia, en cambio, es rechazar y odiar cualquier muerte. No considero imposible que en algún momento llegue a aceptar más o menos mi muerte, pero jamás la de otro. Es tan seguro, lo siento con tal intensidad, que podría encabezar con ello mi pensamiento y mi mundo. Es mi Cogito ergo sumOdio la muerte, soy así. Mortem odi ergo sum. Y eso que esta frase omite lo más importante, el hecho de que odio cualquier muerte”. 
Elías Canetti. Tomo la cita de un artículo de José Andrés Rojo. El País.

25.4.17

Historial

Marta Agudo (Madrid, 1971), doctora en Filología (con una tesis acerca de los géneros del poema en prosa y el fragmento en la literatura española del Novecientos), especialista en la vida y la obra de Valente (autora de un estudio sobre la estancia del poeta en Madrid: Valente vital, y, junto a Jordi Doce, de Pájaros raíces. En torno a José Ángel Valente), coeditora, con Carlos Jiménez Arribas, de Campo abierto. Antología del poema en prosa en España (1990-2005)), crítica literaria y traductora de Vinyoli (de su libro Tot és ara i res), había dado a la imprenta dos libros de poesía: Fragmento y 28010. Llega ahora Historial, publicado por Calambur, que supone, al menos para este lector, un salto cualitativo en una obra concienzuda que se caracteriza, sí, por la lentitud y el rigor. 
El título del libro es elocuente. Por el tono (y algunas pistas más: fechas, horas...), estamos ante las páginas de una suerte de diario, de la "reseña circunstanciada de los antecedentes de algo o de alguien", en este caso, de un expediente médico y sus anexas circunstancias, digamos, que vendría a coincidir con el de la autora. Aunque esto es literatura, y más exactamente poesía, no parece ocultarse lo testimonial. Sin título, los poemas, casi siempre en prosa, conforman fragmentos de un poema único, una impresión que se refuerza por la constante aparición de los puntos suspensivos. 
Tres bien escogidas citas de Susan Sontag, Thomas Mann y Miguel Hernández acotan perfectamente el territorio: "La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara", escribió la primera. Todos somos, en un momento u otro, ciudadanos "de aquel otro lugar". Agudo sabe bien de qué habla. Por eso escribe: "Si vivir ya implica morir, para qué estos sorbos de nada precedida". 
De la estirpe de su admirado Valente, cercana en sus posiciones líricas a poetas como Clara Janés, Julieta Valero o Ada Salas, su poesía es elíptica, cortante, silenciaria, por momentos hermética. Tampoco el asunto de la falta de salud, y su inevitable relación con el sufrimiento y la muerte, da para alegrías. Por eso su lenguaje es seco, sentencioso, cercano a lo aforístico: "Ninguna muerte se canjea por otra, ningún muerto representa a otro". "Hecha la persona, hecho el silencio". 
Medicamentos, enfermedades y, sobre todo, enfermos (ella ante todo) protagonizan esta historia. Una historia que tiene mucho de dolor y una parte de esperanza. Adiestrado "en el arte de la desaparición", el enfermo "o la entrega paulatina, ese fugarse sin alas". 
Poeta del pensamiento, no hay aquí sólo relato o descripción, también se reflexiona acerca de ese proceso que (casi) nunca sabemos ni cómo empieza ni cómo termina: "cuando quiso darse cuenta ya tenía la densidad del enfermo". "¿Cuándo empezaste a enfermar, región ya para siempre inapelable?" Y: "Aquí no se comparte nada. Y digo «aquí» porque el cáncer es un espacio". O cuando alude, en fin, a la genética para expresar: "De los otros, no de la memoria viene la muerte". Su "oficio puntillista". 
La melancolía prima. Porque "estar enfermo es un continuo sobreponerse".
Y otra presencia: la del hospital, "único territorio con trincheras imposibles, con balas y siempre en una sola dirección". "El hospital: monumento a la segunda oportunidad". 
Y la escritura como sístole y diástole, haz y envés: "¿Cómo olvidarte, enfermedad..."
Mencioné antes a Janés y vuelvo a hacerlo porque, como Agudo, es de de los pocos poetas españoles que adoptan en sus versos un aire científico, aquí ineludible por la misma temática. 
Poesía de la experiencia, pero de la verdadera, de la que sirve, de la que da señales de vida y no se limita a describir, de manera anodina, frívolas anécdotas. 
"El mérito, se sabe, es resistir, pero yo no nací para odiseas", leemos con la debida crudeza. O "Ya sólo queda esperar". Por eso se hace "del miedo, viveza". De ahí que aflore, a pesar de los pesares, la esperanza.
Una "Coda", diálogo con la serie fotográfica "Altas soledades" de Cano Erhardt, cierra este libro intenso, logrado y crudo a su manera, aunque para mí la obra finalice en el significativo "Mientras..." de la página 73.

Así el melancólico, ¿eslabón perdido de qué cadena? Así la muerte asistida, para caer en el momento exacto. Así el enfermo, con su carne tanteando una demora.

Dadme el punto exacto, las coordenadas de la felicidad, y construiré una casa grande donde aliviar derrumbes, cuerpos zurcidores de una cruz y su símbolo.

Así, dadme las siglas de una ajustada duración porque en el signo «más» el germen de los significados, las raíces del árbol que se empeña... 


24.4.17

En Ribera del Fresno

El Periódico
Ya le dedicó uno a Ribera del Fresno una "carta" como ésta cuando colaboraba en el diario HOY, con motivo de un encuentro literario que tuvo lugar en su biblioteca pública, situada en una de las muchas casas solariegas que aún conserva ese bonito pueblo de la provincia de Badajoz donde nacieron Juan Macías y Meléndez Valdés, un santo con vocación ultramarina y un poeta que ha sido calificado como el más importante de la literatura española del Setecientos. 
Para conmemorar el bicentenario de la muerte del ilustrado, en 1817 y en Montpellier, exiliado por su apoyo a Bonaparte, el Ayuntamiento de la localidad, con la colaboración de la Junta de Extremadura y de la Diputación de Badajoz, convocó un premio que lleva el nombre del autor de Batilo. Pero no un premio cualquiera, de los que tanto abundan. Se trataba de distinguir al mejor libro de poesía publicado en España en 2016. Lo ha explicado muy bien su ideólogo, digamos, José María Lama, director técnico de la empresa cultural +magín y secretario con voz pero sin voto del jurado, en un artículo publicado por eldiario.es: "El premio tiene varias singularidades. En primer lugar, se proyecta desde lo local como un premio nacional.(...) La segunda originalidad del premio es que no invita a los poetas a que se presenten. Se basta por sí solo para elegirlos, ya que se trata de un premio a libros publicados que sigue el modelo de los premios nacionales de la Crítica o, sin ir más lejos, del premio de novela “Dulce Chacón”, que se concede anualmente en Zafra. (...) Y la tercera originalidad del premio es que no es sólo un acto de, llamémosle, “cultura elevada”, sino una oportunidad de dinamización cultural de una localidad del medio rural extremeño. Para ello se invita a que los aficionados y las aficionadas locales a la poesía lean los libros finalistas. Y que se reúnan en un foro de lectura un día antes de la reunión del jurado indicando a la alcaldesa cuál debe ser el sentido de su voto". Aunque no estuve, la reunión donde los lectores de Ribera (en torno a treinta) eligieron su libro favorito fue de un nivel llamativo, lo que descarta ese tópico de que la poesía no interesa y que, además, es difícil. Claro, se nota la callada labor de los clubes de lectura, que llevan años funcionando en ese municipio de Tierra de Barros.
El jurado de esta primera edición ha estado compuesto por Olvido García Valdés, Irene Sánchez Carrón, Juan Ramón Santos, Eduardo Moga (en representación de la Junta, aunque reconocido crítico y poeta), Elisa Moriano Morales (representante de la Diputación), Piedad Rodríguez Castrejón (alcaldesa de Ribera del Fresno) y quien escribe. Los excelentes libros finalistas, tras una primera selección de veintidós elegidos por críticos de distintos medios (en el citado artículo de Lama se enumeran), eran seis: Carta al padre, Jesús Aguado (Vandalia. Fundación José Manuel Lara); Corteza de Abedul, Antonio Cabrera (NTS. Tusquets); No estábamos allí, Jordi Doce (La cruz del Sur. Pre-Textos); Ser el canto, Vicente Gallego (Visor); Han venido unos amigos, Antoni Marí (Renacimiento); y Pérdida del ahí, Tomás Sánchez Santiago (Amargord).
Tras las razonadas deliberaciones de rigor, que no se limitaron al mero juego matemático de los votos y los descartes, se alzó con el premio una obra que, como se recoge en el acta, desde el principio, ya en la selección previa, había suscitado claros apoyos. No estábamos allí, de Jordi Doce, es, en efecto, un «libro innovador lleno de paradojas, incertidumbres, preguntas, de experimentación y riesgo, y por tanto de extrañezas y misterio bajo una luz nórdica». «Una especie de relato intemporal en busca de la identidad "en medio del camino de la vida"». 
El jurado se reunió en medio del precioso campo de Ribera, en un antiguo cortijo convertido ahora en hotel rural, donde el civilizado paisaje, de olivos y viñas, daba una impresión de cuidado jardín más que de cultivo agrícola. El acto donde se anunció el libro ganador (el premio está dotado con 4.000 euros) fue también una celebración del Día del Libro. A las palabras de la alcaldesa y del secretario del jurado, le siguieron la lectura de poemas de cada uno de los restantes miembros del mismo (en ausencia de Elisa Moriano), lectura que inició el mencionado Lama con "Prosperidad aparente de los malos", de Meléndez. Vino después otra lectura, la del acta, y la llamada en vivo y en directo al premiado para comunicarle la buena nueva, que pudieron escuchar todos los presentes. Una conversación breve, emocionada y nerviosa, como exigía la ocasión. Antes de proceder, me felicité por haber formado parte de un jurado competente que, a pesar de la corrupción que nos invade (incluida, ay, la literaria), había sido capaz de sacar adelante un premio limpio. Algo, por cierto, que le hubiera agradado a su inspirador, una figura, tienen razón Eduardo Moga y Miguel Ángel Lama, que hay que reivindicar.   
El próximo 26 de mayo se hará entrega del premio a Jordi Doce en presencia de vecinos y autoridades. Allí estaremos.

Miembros del jurado ante el busto de Meléndez Valdés



22.4.17

Premios de la Crítica 2017

Acaban de conceder el Premio de la Crítica 2017 a la novela Patria, de Fernando Aramburu, y al libro Sin ir más lejos, de Fermín Herrero. Esta es la reseña que publiqué el pasado 17 de febrero en El Cultural sobre este libro:

El título y la ilustración de la cubierta del nuevo libro de Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) son elocuentes. La sencillez y la humildad bien entendidas, a las que hacen referencia las citas de Jung e Ingres que abren el volumen, son los pilares de una poética reconocida, por los premios y por la crítica, y reconocible, por su absoluta coherencia, que se ha ido ahondando y esclareciéndose libro a libro. Tal vez por eso en el primer poema leemos: "La poesía / es la conciencia". "No tiene complacencia". "La bondad / se ve, no necesita / verborrea". Es justo lo que aquí falta. La sobriedad es ley. El lenguaje, como el paisaje de su tierra: áspero y despoblado, seco, esencial, resistente. El tono, sentencioso. La expresión, austera: "Cuanto más simple, más hondura". Un lenguaje que juega con la sintaxis a favor del sentido. Que maneja con solvencia el encabalgamiento. Que logra el ritmo que exige su música callada, la de sus amados místicos, a los que cita explícitamente.
La poesía "es una enfermedad / que afecta a los más débiles / de la especie", escribe el machadiano Herrero, aunque parezca todo lo contrario.
Sí, "que todo es regalado, acuérdate". Que "Vivimos de milagro y eso es suficiente". De ahí la celebración, el himno frente a la elegía: "Únicamente hay luz / en el canto".
Y al fondo, el paisaje soriano, la naturaleza ("refugio contra el mundo") y el campo, que no son lo mismo. Y el asombro de ver y contemplar cuanto sucede. Por eso los poemas tienen algo de anotaciones de un hipotético cuaderno de bitácora (terrestre) que llevara un observador del mundo. De un mundo, por cierto, que desaparece. Herrero es un testigo. No evoca desde la memoria lo que dice. Lo tiene delante de los ojos. Ahora. Sigue ahí, no ha huido: "Así que estoy aún". "Estoy. Aún estoy", leemos.
Lo suyo es el asombro. La perplejidad del que mira sin regodearse en metafísicas. En soledumbre, aunque eventualmente aparezca acompañado, Herrero se expone al cierzo, la nieve, el hielo... Al frío, que es cualidad de ese mundo centrado en la armonía y en el equilibrio. Un estado de serenidad que viene de antiguo (y que él nombra, a veces, con populares palabras de antaño), heredado por él y que al cabo transmite a quien lee mediante una voz que es todo menos impostada.

21.4.17

Aramburu y Savater: poesía

«Más difícil me resulta vincularte con la poesía», le comenta Fernando Aramburu a Fernando Savater en un momento de la conversación entre ellos publicada en El Cultural. «No me sorprendería averiguar -continúa el novelista vasco- que guardas en un cajón un viejo cuaderno con treinta y cinco sonetos. Dudo que un ladrón de libros de poemas que entrara a desvalijar tu biblioteca se tuviera que marchar de vacío. Como diría un entrevistador mexicano: a ver, maestro, platíqueme esto. No se avergüence de reconocer el pecado poético». Y Savater responde: «¿Te has fijado en que todos los escritores queremos ser poetas? Si a un autor que ha escrito diez novelas de éxito, ocho dramas premiados, varios ensayos recomendados en la bibliografía universitaria y tres sonetos dedicados a su primera novia, la del pueblo, le preguntas qué se siente ante todo, te contestará bajando púdicamente los ojos: “Yo soy poeta”. Creo que esa preferencia viene de que la poesía es lo más puramente literario de todo, lo que menos se parece a una clase (ensayo), a la crónica que hacemos de lo que pasa (novela), a un cruce de opiniones (teatro)... La poesía realmente no se parece a nada utilitario, todo lo más a los balbuceos obscenos durante el coito o a los delirios enfebrecidos de un moribundo. De modo que su prestigio es enorme... Tranquilo, no es mi caso. Escribí bastante poesía entre los quince y los dieciocho años, y hasta publiqué dos dizquesonetos en uno de mis primeros libros, Apología del sofista (habrás notado que los títulos de mis libros suelen ser mejores que el libro mismo...). Pero descuida, que nunca te diré: “Ante todo, me considero poeta”. En todo caso, me hubiera gustado serlo, nada más. Mis poesías en verso son muy malas. En cambio Criaturas del aire, uno de los libros del que estoy menos descontento, puede considerarse, siendo generoso, una especie de poesía en prosa... En fin, no basta. Las únicas poesías de las que no me arrepiento, pero totalmente privadas, son el poema que cada primero de año escribía a mi mujer. Only for her eyes... Porque lo poético en mi vida fue ella, mi amor por ella, aunque haya sido incapaz artísticamente de ser digno de ese sentimiento».

20.4.17

Este libro es de mi madre

No sé cuánto tiempo hacía que no iba al molino. Meses. Volvimos el día de Viernes Santo. Comida familiar (una sabrosa y picante sopa garganteña de patata), buen tiempo, paseo (no tan largo como uno hubiera querido) y, claro está, lectura. Ese día metí en la mochila dos periódicos y un par de libros. Antes de comer, que allí nunca es pronto, leí La inquilina descalza, ópera prima de la riminesa Isabella Leardini (1978), que lleva ya cuatro ediciones en su país, en traducción de Paola Patrizi y Juan Carlos Reche, con prólogo de Milo de Angelis ("Pizcas de Isabella") y publicado por La Isla de Siltolá. 
Por la tarde, después de la caminata, digerida ya la sopa, me senté según costumbre bajo la parra (que empieza a echar sus primeros brotes) y abrí el precioso ejemplar de Este libro es de mi madre. Su autor, Erich Hackl. La traducción y las notas son de Pilar Mantilla en colaboración con Manuel Lara y lo edita Papeles Mínimos. La edición, muy cuidada, ya se dijo, incluye un nostálgico álbum familiar. 
Nunca se sabe qué puede depararte un libro hasta que no lo lees, es cierto, pero con algunos sospechamos, incluso antes de ponernos a la tarea, qué puede ocurrir. Me pasó con éste. Cuando llegó a casa, antes de quitarle su bonita funda de plástico, imaginé que se trataba de una novela. Y en cierto modo lo es. Sin trampa -pocos libros más verdaderos-, en la "Nota del autor", Hackl (Steyr, Austria, 1954) explica que se trata de un libro tan suyo como de sus padres, en especial de su madre, María (por error, como se explica en una de las escenas más divertidas) que es la que le da voz, de ahí el título, donde ha intentado describir un mundo hasta ahora perdido: el de su infancia y juventud en el Mühlviertel austriaco, "una región de colinas al norte del Danubio", que a él le ha llegado a través de la memoria heredada de sus progenitores, por más que se tome la libertad, confiesa, de "permitirle juicios que no era capaz de expresar o que no llegó a alcanzar. "La libertad de atribuirle mi conciencia", algo que enriquece, sin duda, esas memorias. "Este libro lo he escrito, por así decirlo, con ella y no contra ella", concluye. Así, en un momento dado leemos: «Siempre di demasiada / importancia / a lo que decían los demás. / Fue mi error / toda mi vida / ya desde entonces. / Si la gente se reía de alguien, / de inmediato me parecía raro. / Si lo encontraban feo, / no me gustaba. / Si se reían de él, / yo me apartaba. / Ese bizquea, / ese tiene chepa, / ese tiene bocio, / ese tiene la nariz torcida. / No bizqueaba, / no tenía chepa, / no tenía bocio, / no tenía la nariz torcida. / Pero yo, siempre preocupada / por lo que decían los demás».
Lo que ocurre, una sucesión de historias a cada cual más hermosa, no sería sensato explicarlo aquí. Digo hermosa, pero son también duras. Porque todas las vidas lo son, sí, y porque la época que les tocó vivir no fue, como casi todas, sencilla. Las páginas más intensas del libro se centran en los duros años del nazismo y de la guerra. "Imagínate -dijo mi madre / -ahora pertenecemos a los alemanes". 
Utilicé antes la palabra verdadera y muy de verdad me ha parecido todo lo que se narra (o se canta) en esta obra popular en el sentido más noble y menos plebeyo del término. Sin alharacas ni retórica, con la debida naturalidad, alguien nos habla de su vida al oído, en voz baja, confidencialmente, Y su relato está lleno de pasión y de dolor, cómo si no. Parece escrito por un alma noble. Y por una persona aguda, curiosa e inteligente. De ahí que su lectura nos resulte tan placentera, tan interesante y tan enriquecedora. 
Se le fue a uno la tarde entre esas páginas, mientras sonaban a lo lejos, por cerca que estuvieran, los ruidos, las conversaciones... Había viajado a un mundo europeo de ayer. Me costó regresar.

19.4.17

Morábito dixit

El poeta mexicano de origen italiano nacido en Egipto Fabio Morábito ha sido entrevistado por Carmen de Eusebio para el número 801 de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, el mismo donde se publica, ya se dijo, el dossier sobre Ribeyro.
Al final de la conversación, dos preguntas relacionadas con la poesía.
Como poeta, dice De Eusebio, ¿cuál cree que es el interés de la sociedad, de las administraciones públicas y de las asociaciones culturales por la poesía? Según Morábito, "La poesía tiene el prestigio que tiene toda actividad secreta, inútil e incomprensible. Si no fuera tan incomprensible para la mayoría, no tendría prestigio y los poetas no viajaríamos como viajamos. Una amiga mía poeta solía repetir: «Escribir poemas no me ha hecho rica, pero cómo me ha hecho viajar». Y también viajar es una forma de riqueza. La poesía «viste» a cualquier iniciativa cultural. Ay, de aquel funcionario cultural que se olvide de la poesía. Pobre, inofensiva, tediosa para el gran público, la poesía sin embargo es insoslayable. Se trata, pues, de un gran malentendido. Hago votos para que siga siendo eso, un malentendido, un enigma para la inmensa mayoría de la población. Eso garantizará, en lo oscuro, su permanencia".
Después, la periodista pregunta: ​¿Qué papel podrían y deberían desempeñar las escuelas para acercarnos a la poesía?​. A lo que el autor de Lotes baldíos responde: "Enseñarnos dónde está la poesía, y mostrarnos dónde puede aparecer: en un refrán ingenioso, en la letra de un bolero o de un tango, en la gracia de un chiste bien contado, en la escena de una película que te corta el aliento. Enseñarnos que la poesía existe, que no es un espejismo. Unos cuantos, después, la buscarán en los poemas, se harán lectores de poesía, y serán una minoría. ¿Qué importa? La escuela, antes que nada, debería enseñarnos que la poesía existe".

18.4.17

Mesanza y Fernández

Julio Martínez Mesanza
Rialp, Adonais, Madrid, 2016.
  
En sucesivas ediciones, Julio Martínez Mesanza (Madrid, 1955), ineludible representante de la Generación de los 80 o de la Democracia, filólogo y traductor de Dante y Sannazaro, fue dando forma a su libro Europa, al que siguieron Las trincheras, Entre el muro y el foso y la antología Soy en mayo. Casi una década después, llega Gloria, escrito en los últimos once años, entre Madrid, Túnez, Tel Aviv y Estocolmo, destinos de su trabajo en el Instituto Cervantes.
Qué bien se adaptan los poemas limpios y breves que lo componen al sobrio diseño de la colección Adonais. Aunque se nos anuncia un “cambio de registro”, uno vuelve a encontrar al virtuoso del verso: el endecasílabo blanco, al lector de los clásicos (“Porque no merece”), al poeta épico, al que usa la borgeana enumeración caótica (“Ghar El Melh”) y los “nombre propios” (léase “Los símbolos cansados” o “Les ombrelles”), alguien, en fin, pendiente de lo pequeño, de lo sencillo (“dame lo extraño, / que es ver por primera vez lo sencillo”), de los detalles (“Dame palabras fáciles y claras / para explicar la sencillez del alma”).
Contra los prejuicios ideológicos y religiosos, con los que le hostigaron desde el principio, Mesanza, que cumple lo que dice: “un poco de pasión en lo que haces / y llevar hasta el fin lo que pensabas”, “el hábito de hablar de lo que siento / en términos morales y absolutos”, glorifica la vida y canta “la manifestación de Dios en la creación” a través de símbolos muy suyos: Europa (“Aunque a la muchedumbre no le importe / que Europa valga poco y crea en nada”), la luz, el desierto, la batalla, el muro (con Cirlot), el guerrero, la estepa, el laberinto, las Madonnas, la cruz… Una palabra, ya mencionada, “alma”, “que es inextinguible”, fundamenta este viaje (“solo malvivo en sitios diferentes”) a favor del humanismo y en contra de la nada y del no, donde no podía faltar el amor; así, en “Safo dieciséis” (“amar el desdén de quien amamos”) y “De luz y rosas”.
Poemas como “Pamplona”, “Anfibia” (sus almas fenicia y cristiana: el desierto y el mar de Homero), “Jan Sobieski” (el rey polaco, “la carga de los húsares alados”), “Cuestiones naturales IV” o “Los carros en Kipur” (“Eres, Señor, la guerra interminable”) dan fe del alcance de esta intensa meditación moral de Mesanza consigo mismo y con quien lee. Pura verdad.
Javier Fernández
Hiperión, Madrid, 2016. 

Javier Fernández (Córdoba, 1971) ganó con Canal el Premio "Ciudad de Córdoba". En el jurado, Pablo García Baena, Juana Castro, Mª Ángeles Hermosilla, Pablo García Casado y Jesús Munárriz. 
«Mi hermano Miguel murió el 5 / de marzo de 1975, tres semanas / antes de su sexto cumpleaños». Así empieza el libro. Consta de sesenta fragmentos y una coda. Está escrito en prosa. Lo de poética sobra. En un momento dado dice: "Necesito contar todo esto, quiero hablar de ello. Y no me sirve otro lenguaje. Tiene que ser directo, seco. Y así es. El tono es sumario. Como de informe. Escueto. 
Cuando murió su hermano mayor por accidente, ahogado en un canal (de ahí el título, sí), el autor tenía tres años. Eran "inseparables". Si le hubiera acompañado, hubieran muerto los dos. Pero no voy a entrar en detalles. El libro se basta y se sobra. Lo narrativo prima. Detrás, su madre (a quien dedica la obra), su padre y su hermana Marian, la pequeña. Y el dolor. Y el miedo. Y el divorcio. Y la culpa. Y la depresión. Y la cobardía y la valentía. Y los llantos. Y las visitas al cementerio. Y los sueños: todos sueñan con Miguel, aunque Javier no quiera hablar de ello. 
"Mi hermana dice que me invento los recuerdos", escribe Fernández. Reconstruir lo sucedido y darlo a conocer en forma de poemas (cómo si no) ha sido una manera de conjurar el daño. "No he conocido un tiempo sin mi hermano", reza el verso final.
A modo de coda, el poema "Dirección prohibida", dedicado a la hermana, primera versión de este libro, un poema que JF no ha dejado de "reescribir". 
Hay momentos muy intensos que era complicado fijar. No tanto por los hechos que relata, sino por la dificultad para mostrar ese hondo, inmenso dolor sin caer en la exhibición sentimental y el patetismo. De esa prueba ha salido airoso. Como dijo García Baena, el libro es "desgarrador".
Asombra, en fin, la sinceridad (lo siento, no cabe otra palabra) con la que Fernández cuenta y canta, con voz melancólica y elegíaca, lo que sucedió aquel día nublado y con mucho viento. Un día que Javier, su hermana y sus padres habrán intentado olvidar mil veces. Ha debido ser muy duro. Haberlo escrito (así, en plural) les habrá traído, estoy seguro, cierta calma.

Nota: Las reseñas de estos libros de Martínez Mesanza y Fernández se publicaron en El Cultural el pasado viernes, 14 de abril.

17.4.17

Pilar Galán en el Aula

Avuelapluma
La escritora Pilar Galán clausurará el curso 2016/2017 del Aula de Literatura 'José Antonio Gabriel y Galán' de Plasencia, Será el miércoles, 19 de abril, a las 20 horas, en la Sala Verdugo. 
La autora nos ha visitado recientemente con motivo de su participación en Centrifugados y para presentar su último libro, La vida es lo que llueve, publicado en la colección Lunas de Oriente de La Luna Libros. 
Allí estaremos.

Un resumen fotográfico


7.4.17

Ribeyro en CHA

El número 801 de Cuadernos Hispanoamericanos dedica su dossier a uno de los grandes de nuestro idioma: el peruano Julio Ramón Ribeyro.
Novelista sin boom y reconocido cuentista (sus relatos completos están recogidos en La palabra del mudo), prefiero sus diarios (publicados parcialmente en La tentación del fracaso) y una obra singular como pocas: Prosas apátridas, tan inclasificable como, pongo por caso, Manual del distraído, del mexicano Alejandro Rossi.
"Literatura y destino" ha titulado su coordinador, Cristian Crusat, el mencionado cartapacio, que se abre con un texto suyo, "Julio Ramón Ribeyro: el temperamento como género literario", que despierta muy rápido el apetito lector y sitúa pronto y en su debido lugar al flaco. Le sigue el poeta y profesor Ángel Zapata con "La promesa (in)cumplida: una lectura de La insignia"; Jorge Coaguila con "El fracaso en las novelas de Ribeyro"; el poeta Carlos Pardo con "Tentativa para ordenar la vida: en torno a las Prosas apátridas" (un artículo que me ha gustado mucho); y Felipe R. Navarro con "Un año en la vida de los hombres: acerca de La tentación del fracaso".
Lo mejor de todo es que no sólo le apetece a uno leer esos asedios críticos y biográficos, sino volver directamente, y cuanto antes, a esos libros que el malogrado escritor escribió. Ellos y él, humanos; tal vez demasiado. 

6.4.17

Carnero dixit

Irene Marsilla/Las Provincias
Con motivo de la publicación en Vandalia de Regiones devastadas, Andrés Seoane entrevista a Guillermo Carnero para El Cultural. Entre otras cosas dice: "Ahora me he dado cuenta de que lo más corto tiene a veces la misma intensidad que lo largo pero conseguida de otra manera, a base de síntesis, de concisión, no a base de evolución de un pensamiento que se autogestiona. Estos poemas ofrecen una intensidad conseguida de otro modo". Y sigue: "El estilo nunca está fijado, porque si uno no tiene algo nuevo que decir, o una nueva forma de decir lo que siempre ha dicho, que creo que es el acierto y la realidad; entonces ¿para qué escribir? Todo el que tiene un mundo personal, al final lo que ha estado haciendo son variaciones constantes sobre él, y el que no lo hace es que no tiene un mundo propio y entonces es mejor que se calle".
Seoane le pregunta si el libro podría verse como "un testamento moral", a lo que el autor de Verano inglés responde: "Yo le llamo a eso el intento de definir la propia identidad. La poesía sirve para eso. Jaime Gil de Biedma decía que es un proyecto de autosalvación, y creo que se refería a lo mismo. A cómo te reconoces a ti mismo en el poema y el poema te ayuda a definir lo que tú eres; a cómo amplías tu visión del mundo a base de leer y de escribir. Porque no es lo mismo pensar que escribir, se escribe con palabras, pero a veces se piensa con emociones y con imágenes, y la verdadera forma global de pensar es a través de la escritura. Yo lo que intento es saber quién demonios soy y porque hay cosas que me llaman y otras que no. Cuando una cosa de la realidad o la imaginación me llama me está diciendo: tú eres algo que no sabes todavía. Y entonces surge esa analogía entre la experiencia cotidiana y la experiencia cultural en la que tantas veces me he expresado. Una cosa que me interroga y me emociona me dice algo de mí que no sé todavía. Y de esa interrogación y de la exploración de esa llamada, es de donde surgen los poemas"."Afirmaba hace años -sigue Seoane- que el poeta era una especie en extinción. ¿Lo sigue siendo?" "La verdad -contesta Carnero- es que es un género que tiene muy poca presencia en la cultura colectiva, tiene muy pocos lectores. Y la culpa es de la educación. La degradación de la educación ha ido eliminando los géneros que se consideran más difíciles. Y no lo son, lo que pasa es que ya tienen el marchamo de que son ininteligibles. Gran culpa de lo cual la tiene una especie de enfermedad infecciosa que tuvieron las letras a principio del siglo XX que se llama surrealismo, que ha hecho un daño infinito. Lo que se ha perdido hoy es la capacidad de percibir el tipo de experiencia lectora única que ofrece un poema, el lenguaje poético. Esa capacidad de percibir la intensidad, porque un poema es un acto de intensidad, considerar que eso va contigo, que habla de cosas que te conciernen; eso es lo que la falta de educación nos ha hecho perder. Y es muy difícil que se recupere".
Además, reflexiona sobre esa dizque poesía escrita por cantautores (que a uno más le parecen cantamañanas) y sobre la pérdida "definitiva" del mundo clásico: "En un cuarto de oficiales de cualquier ejército de la Primera Guerra Mundial se podía hacer un concurso para ver quién escribía un poema en griego más deprisa. Eso hace solo un siglo". 

5.4.17

Zagajewski y Rilke

En lo primero que pensé al conocer que Acantilado publicaba Releer a Rilke, de mi admirado Adam Zagajewski, fue avisar a Basilio Sánchez (quien ya habrá leído la reciente, monumental biografía de Mauricio Wiesenthal editada por el mismo sello barcelonés), que, además de compartir con uno la devoción por el poeta polaco, tiene a Rainer Maria Rilke como maestro. "Debo confesar mi propia inconstancia frente a la obra de Rilke", escribe el autor de Lienzo, palabras que, con su permiso, hago mías. Sí, aunque conocí pronto, en los principios de esta carrera de fondo que es la lectura, su poesía (que tradujo, entre otros, José María Valverde), a pesar del inicial deslumbramiento (que no ha cesado) y de haber leído todo lo sustancial que en sucesivas ediciones y reediciones se ha venido publicando del autor de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, nunca he considerado a Rilke como uno de mis poetas favoritos. No hasta ahora, al menos. Lo digo porque si algo me ha gustado (y mucho) del breve ensayo de Zagajewski es el interés que ha vuelto a despertar en mí por su poesía, un hecho que atribuyo, además de por sus sagaz lectura del escritor checo  en lengua alemana (Praga, en Bohemia, su ciudad natal, pertenecía entonces al Imperio austrohúngaro), por la excelente elección de los pocos poemas suyos que cita, traducidos en su mayor parte por Juan Rulfo (de Las elegías de Duino publicadas por Sexto Piso).
Del libro, traducido estupendamente por Javier Fernández de Castro, he acabado subrayando casi todo. Que es "el mejor ejemplo de vida de un artista moderno"; su comparación con Goethe, que le precede; su alineación antimoderna ("Rilke es un antimoderno"); su rigor y su disciplina, "los sacrificios que hizo"; su condición nietzscheana de solitario; su pulsión epistolar; su paciencia, a la espera del poema total; su entrega absoluta a la poesía; su relación con Lou Andreas-Salomé, con quien viajó a Rusia, y con Rodin; su condición de poeta sin raíces y sin casa ("sin refugio permanente"); su retiro en la torre de Muzot; la creación de un territorio personal a partir de las citadas Elegías; la perfección de "Torso arcaico de Apolo"...
La segunda parte, digamos, donde Zagajewski se implica personalmente y alude a su autobiografía literaria en lo que a Rilke, Jastrun, Rózevicz, Cavafis y otros respecta, me parece aún más interesante. No digamos cuando leyendo al poeta acaba leyéndose a sí mismo e interpretando su singular poética. Cree, en fin, que Rilke "representa la esencia de la poesía en la pureza del canto lírico". Y que "todavía nos habla". A gritos, diría uno.

3.4.17

Con Landero en Badajoz

Quedamos con Miguel Ángel en el aparcamiento de un hotel a las afueras de Cáceres. Un sitio solitario y misterioso, sin duda, a pesar de sus cinco estrellas. Volvíamos a repetir los tres aquel mítico viaje, con avería incluida, en el mini amarillo hasta Zafra, cuando él era aún estudiante. Aunque uno iba conduciendo, el paisaje de esa carretera de mis amores no me pasó desapercibido. La tarde estaba espléndida y el campo no digamos. Puede que influyera en mi ánimo el hecho, nada nimio para mí, de que volvía a Badajoz después de nueve años de ausencia. Desde septiembre de 2008, la última vez que vi a Ángel Campos con vida, cuando nos dimos el último abrazo, un par de días antes de que me echaran de la Editora a lo Echanove. Lo recordaba, qué remedio, cuando pasaba por delante del Zurbarán, al lado de donde tenía aquella calurosa noche de finales de verano el coche aparcado, donde me despedí, no imaginaba que para siempre, de mi amigo. Antes, pude contemplar de nuevo mi pacense línea del cielo favorita: la Alcazaba en el centro. Tras cruzar el Guadiana, encontramos a Badajoz, hablo en plural, muy cambiada. A mejor. Más ciudad. Más bonita. Aparcamos en el museo tras pasar delante de la librería Universitas, del edificio de la Avenida de Huelva donde estaban los fondos de la Editora que cuidaba Engracia (y, en tiempos, la sede de la Asociación de Escritores, territorio Mediero), del último piso de Angelito... El primer abrazo, a Antonio Franco, nuestro anfitrión, persona clave para que la presentación de Turia, a lo que íbamos, tuviera lugar, nunca mejor dicho. Por eso el segundo abrazo debí dárselo a Raúl Carlos Maícas, su director, al que no conocía personalmente. Luego ya fueron llegando otros (con Gonzalo y María José, también allí, sobran los besos y los abrazos, sobrios que somos). Marino González ha hecho, según creo, el recuento más numeroso de los presentes. Así, entre otros, cita en Facebook a María José Hernández y Antonio Blázquez, Elías Moro, Teresa Guzmán, Ana Crespo (la mujer del cronista), Quique García Fuentes, José Manuel Sánchez Paulete (al que mi despiste me impidió reconocer como es debido), Eduardo Moga, el citado Gonzalo Hidalgo Bayal (y María José, ya dije, a la que él olvida), los hermanos Lama: José María Lama y Miguel Ángel, Yolanda Regidor, Juan Ricardo Montaña (al que llama Antonio), los hermanos Sáez: Antonio (muy bien acompañado) y Luis (me dijeron después que había estado, pero no lo vi), Basilio Sánchez (sin Maribel), Juanjo Salado y Maite, José Antonio Zambrano e Isabel, Manuel Pecellín, Joaquín González Manzanares (y su mujer, a la que no llegué a saludar), Fernando de las Heras, Antonio Gómez... Y, añado: Luis Arroyo, Javier Romagueras, las hermanas Morcillo, Paco Hipólito (una de las alegrías de la noche), Mario Martín Gijón, Luisa Clemente, Jacinto Haro, Caridad Jiménez, Lorenzo López Lumeras, etc. Según los cálculos, entre las dos salas: el salón de actos y el vestíbulo del museo (donde se vio a través de pantallas), éramos más de ciento cincuenta personas.
No sin ironía, escribe Jordi Doce: "Me llama la atención que el director de la revista y el presentador del acto ocupéis los extremos de la mesa. Muy bien el lugar central de Landero. Pero vaya, parece que los representantes políticos y de los bancos no han aprendido nada y siguen queriendo chupar cámara, silla, mesa y qué sé yo". Bien sabe Jordi que a uno le gustan las esquinas y los rincones, esos no-lugares desde los que se observa mejor. Y desde allí miré y escuché al resto de intervinientes. Maícas dijo lo que tenía que decir, y muy bien. Me gustaron mucho las palabras de la hispanista Elvire Gomez-Vidal (en torno, por cierto, a la noción de lugar, una de mis obsesiones favoritas). No me decepcionaron, a pesar de la brevedad, las de Landero, que estuvo como siempre, una de las virtudes que más admiro en las personas, cercano y cariñoso. Como recoge Lama, "dijo que zapeaba entre una visión optimista de la situación actual, el pesimismo con matices y la postura apocalíptica. Parafraseando a Woody Allen, cerró con "el hombre ha muerto, Dios ha muerto y nosotros... estamos bastante bien". No como el aprensivo director de cine, que al parecer dijo: "Dios ha muerto, Nietszche ha muerto y yo no gozo de buena salud". 
Más allá de lo referente a las numerosas colaboraciones extremeñas del número de Turia, centrado en Landero, uno intentó decir lo mejor que supo aquello que, por sentido de la responsabilidad, tenía que decir; en sintonía, y me alegro, con lo que algunos escritores y lectores extremeños estaban esperando escuchar desde hace años, según el mencionado editor de La Luna Libros. Pensaba también en los ausentes. En Fernando Pérez, sobre todo. Nunca le había dado tantas vueltas a un texto ni lo había corregido con semejante insistencia. Ni un poema siquiera. Antes de soltarlo, lo leyeron Yolanda, que no me dijo nada, y Miguel Ángel, al que le pareció bien, si bien me advirtió de la inconveniencia de un término propio de políticos que corregí al momento.
Tras finalizar el acto, tomamos una caña en el bar de enfrente (que ahora es peruano) y, no sin abonar la consumición, salimos pitando, según costumbre. Por desgracia, no pudimos asistir a la cena en petit comité que estaba prevista. Después, grata conversación hasta el siniestro hotel de las afueras (se abrieron, menos mal, las barreras) que siguió, más familiar, entre Cáceres y Plasencia. Volvimos con la sonrisa en la boca, sí. Y eso que a alguien le parecí, aquella feliz noche, triste.

Ambas fotografías son de Turia